jueves, 11 de agosto de 2011

En una silla rota


Empecé a las 4 años pidiendo sin cesar un sorbo de aquella bebida dorada que mi padre siempre sostenía en el tarro. Mis peticiones (como las de cualquier colega de esa desgraciada edad) eran ignoradas una y otra vez. Fue entonces cuando decidí que fijarme mi vista en algo intrascendente. Algo que no tuviera la menor importancia para el mundo y que sin embargo fuera yo el único en saber que existía. Nadie notó que me alejaba de la tertulia, así que, con disimulado paso, me fui buscando por toda la casa ese punto de materia intrascendente. Y es que cuando te pones a pensar en lo que iba a hacer, en verdad que si parece una gran locura. ¿Que no se supone que todo en este mundo es de vital importancia para todos (o al menos para algunos cuantos)? Como las risas y las bebidas no paraban de llegar a las manos de los que me negaban mi derecho de opinar, yo sentí que tenía ahora el derecho bien ganado de hacer uso de mi tiempo y no parar hasta llegar a mi meta. Cada puerta abierta de una habitación, suponía el inicio de una aventura. ¿Pero como sería eso posible? – me preguntaba una y otra vez- Tampoco es que sean tantas las habitaciones de este desgraciado departamento. Cabe aclarar que las palabras “desgraciado departamento” habían sido añadidas a mi vocabulario gracias a los sueños de un hombre y una mujer por dejar aquel suburbio y mudarse a un casa de verdad. En fin, seguí mi búsqueda revisando cada rincón de aquel pequeño hogar. Nada me había parecido importante, así que volví a mi habitación y tumbado en mi cama cerré los ojos unos instantes y al abrirlos un destello acaparo mi atención. En lo bajo de la pata de una silla rota, estaba dibujado muy sutilmente un número 3. Entonces recordé que eso era mío, que yo lo había puesto ahí en algún momento y que lo había olvidado.
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